Durante un viaje al extranjero uno tiene distintas sensaciones, algo diferente a lo que es la vida cotidiana. Desde el momento en el que haces las maletas, desde el momento en el que te despiertas el mismo día de partir, todo cambia.
Tu vida cambia completamente con un viaje, y más si es a un país lejano y culturalmente distinto. Y ya no es solo en el momento de llegar a tu destino, sino que todo empieza ya solo con comprar el billete.
Quieres pasar unos días de vacaciones en el extranjero. Estás mirando las mejores compañías para volar (o ir en tren, barco…). Al final te decides, pagas con tu tarjeta e imprimes los billetes.
Fase 1: La ilusión previa
No puedes evitar contar a tus amigos que te vas de vacaciones. A la vez, sabes que tienes que ser prudente. Si eres como yo y compras los billetes con un par de meses de antelación, estarás mirando el calendario de vez en cuando y contando los días que te faltan.
Al fin, llega el día señalado. Te despiertas con una sensación distinta. Sabes que en pocas horas vas a estar a cientos, tal vez miles, de kilómetros de tu casa. Tienes las maletas hechas, donde cargaste todas tus ilusiones.
Cuando entras en el aeropuerto, ya parece que has cambiado de país. Empiezas a ver precios más altos, cosa que ya recuerda a Finlandia. Una vez dentro del avión, intentas pasar el tiempo como puedes: mirando la tele -aunque no la puedas oír- o leyendo.
La espera hace que todavía te haga más ilusión llegar a tu destino. Estás a punto de aterrizar, empiezas a buscar como loco dónde hay tierra (en el caso de que tengas que pasar antes por el mar). Si es de noche, miras por la ventanilla si ves concentraciones de luces. Es el momento de tocar tierra, y sabes que vas a pisar el asfalto en unos segundos. ¡Qué nervios!
Has aterrizado y suena el mensaje del piloto: «Queridos pasajeros, hemos llegado al aeropuerto de Helsinki-Vantaa. La temperatura es de -40ºC…». Quieres ser el primero en salir del avión e irte corriendo a pillar las maletas. Pero sabes que deberás esperar unos minutos.
Fase 2: Adaptación
La fase dos es de lo más corta. Comienza la primera vez que te despiertas. Te dices: «¿Sigo soñando? ¿Estoy en Finlandia?». Cuando haces un viaje por Europa o por donde, sea esa primera vez que te levantas es especial. Solo con el desayuno ya notas que el cambio no es únicamente de país, hasta la comida sabe distinta.
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Ese primer día no puedes evitar dar un primer paseo por donde vivirás durante una temporada y hacer alguna primera visita. A la hora de dormir, notarás la diferencia con tu querida almohada, pero tendrás que acostumbrarte.
Fase 3: Como si vivieras allí desde siempre
En esta etapa puedes hacer «miniviajes» a alguna población más lejana que te reproduzcan, en menor medida, estas fases. Me suele ocurrir cuando voy a Lahti, donde a veces me quedo a dormir un par de días.
Posiblemente el punto álgido ocurra a unos cuatro o cinco días de irte, cuando piensas que todavía falta para volver a tu país. Pero el tiempo pasa y poco a poco se acerca el final…
Fase 4: El declive
Esta última fase empieza más o menos durante el penúltimo día. Eres consciente de que pronto te vas, tienes que volver a hacer las maletas. No dudarás en meter de todo: comida, recuerdos, regalos…
Esa vuelta al aeropuerto se te hace amarga, por mucho que sea un sitio que te guste. Lo peor es si es domingo y has llegado por la madrugada: todo está cerrado y no puedes hacer más que pasear. O pillar Wi-Fi gratis.
Llegas a tu casa y no ha cambiado nada. Y eso que parece que has estado muchísimo tiempo fuera. Te entristece que se hayan acabado tus vacaciones, pero a la vez tienes ganas de contar a todo el mundo cómo te han ido estos días, enseñar las fotos y, sobre todo, provocar la envidia de tus amigos.
Esto es lo que me pasa en mis viajes de una o dos semanas a Finlandia, y seguro que mucha gente también compartirá estos sentimientos. ¿Estás de acuerdo con estas fases? 🙂